En mi experiencia con la espondilitis os cuento de forma resumida mi tránsito por diversos médicos, desde la uveitis hasta el brote que sirvió para diagnosticarme, y cómo los efectos de la dieta sin almidón me hicieron aferrarme a ella desde el primer día.

En esta publicación describo cómo me sentí durante los primeros meses después de haber cambiado mis hábitos, porque me parece importante y a menudo me preguntan sobre ello las personas que contactan conmigo a través de la web o desde las redes sociales.

Después de apenas tres días a base de manzanas, conseguí dormir mi primera noche completa en semanas, puede que meses. No podía creer que las manzanas hubieran podido hacer algo, pero decidí seguir indagando y ese mismo día, tiré los productos que contuvieran almidón que estaban empezados y regalé aquellos que pudiesen aprovechar otras personas (harinas, pasta, legumbres, arroz…).

Las primeras semanas de dieta sin almidón

La primera semana de dieta sin almidón sirvió para que casi desapareciera por completo el dolor en la caja torácica. Eso me animaba a continuar. Creo que esta misma semana me apunté a un centro para hacer yoga (hatha yoga, 4 días a la semana) y me compré La alimentación, la tercera medicina de Jean Seignalet.

Al inicio de la segunda semana recuerdo comer el mejor brócoli de mi vida (simplemente hervido con un poco de sal y aceite de oliva virgen extra una vez en el plato). Me parecía estar probando por primera vez muchos alimentos que ya había comido anteriormente (sobre todo frutas y algunas verduras que antes no me llamaban mucho la atención). ¡Todos estos años desperdiciados sin comer peras! Era como si mi paladar hubiera estado dormido. Comencé a disfrutar de nuevo con la comida. En sólo dos semanas, las digestiones dejaron de ser pesadas y la ropa empezó a quedarme floja.

La tercera semana empecé a preocuparme un poco. Vivía en un cuarto piso sin ascensor y notaba que me costaba subir a casa. Sentía las piernas muy pesadas y al llegar, tenía que sentarme para descansar un poco. Me agotaba con facilidad y comenzaron a salirme en la zona de las sienes, la barbilla y la nariz espinillas y granos de esos internos que duelen (algo muy raro en mí).  Pensé que la dieta a lo mejor no era viable sobre todo por el tema de la falta de energía. No me planteé que fuera algo normal o que la pudiera estar haciendo mal. Pensé que a lo mejor prescindir de la primera base de la pirámide no era compatible con la salud. ¡Cuánto me hubiera ahorrado si hubiese acudido a un buen nutricionista en aquel momento! Sin embargo, los dolores no empeoraban, seguían siendo diurnos y muy ligeramente, más llevaderos. Esto me animaba a perseverar con la dieta (el dolor es un gran aliciente).

Cuando estaba terminando el primer mes de dieta me quedé estupefacta por el cambio. De pronto, toda esa debilidad desapareció para dar paso a una energía que no he tenido nunca, posiblemente ni siquiera de niña. Encontrarme tan bien me hizo tomar perspectiva y ver que esto no era sólo de los últimos meses. Llevaba años decayendo de forma tan progresiva que resultaba imperceptible a alguien que daba por hecho la salud y que justificaba las molestias o la desgana con la rutina del día a día. Recuperado de un correo electrónico que envié  a mis hermanos en 2011:

Llevo más o menos 1 mes con el régimen y me encuentro mejor que en mucho tiempo. Le echaba la culpa al cambio de casa, o al horario del trabajo… pero creo que incluso cuando vivía en la otra calle, no me encontraba tan bien. Y es sorprendente porque como poco (mucho menos que antes), sin embargo llego a la noche sobrada de energía (antes para las 6 de la tarde no daba más de mi) y no paso nada de hambre en el trabajo (antes era especialmente duro el apretón estomacal de las 12 de la mañana…).

Una de las cosas que más me llamaba la atención es que no echaba de menos el pan, la pasta, el arroz, las legumbres… Nunca he sido muy golosa, pero las tartas y pasteles pasaron a no parecerme alimentos (eran algo así  como manualidades). Supongo que encontrarme tan bien energéticamente y disfrutar tanto de los «nuevos» sabores, me mantenían fiel a la nueva dieta. O quizás era que mi cerebro es capaz de engañarse a sí mismo de manera prodigiosa, pero ni me daba envidia ver a otros comer arroz o tortilla de patata con lo que siempre me han gustado.

Los meses fueron pasando y los dolores disminuyendo en frecuencia e intensidad muy lentamente. Durante un tiempo llevé un diario en el que apuntaba:

  • lo que comía
  • lo que «descomía» (esta parte no nos suele gustar mencionar pero es muy importante, aunque por aquel entonces no le prestaba demasiada atención)
  • los dolores según intensidad y parte del cuerpo al que afectaban.

Intentaba encontrar alguna relación entre todo ello. Pensaba que todavía se me podía estar colando algún alimento que me hiciera daño. Con el tiempo dejé de apuntarlo todo. Me saltaba días sin escribir nada y un día cuando quise retomar por una pequeña molestia, me di cuenta que hacía bastante que no me dolía nada. Eso ocurrió aproximadamente 10 meses después de comenzar la dieta y el ejercicio físico.

Con los meses, cuanto más cerca me encontraba de sentirme bien, más exigente me volvía con el dolor (o mejor, con mi salud). Una pequeña recaída me parecía síntoma de que algo no funcionaba, de que seguía igual… Pero si hubiese hecho una escala de dolor, estoy segura de que hubiera visto que esos picos, eran menos frecuentes y menos intensos que al principio, aunque en el día a día no me lo parecieran. Y esto es muy importante tenerlo en cuenta, porque puede llevarte a un gran desánimo pensar que lo que haces no está funcionando. ¡Perspectiva!

¿Y ahora qué como?

Las primeras semanas fueron difíciles porque no se me ocurría qué comer a pesar de tener ya imprimido e interiorizado los grupos de alimentos a evitar. Me repetía mucho en todo: ingredientes, formas de cocinarlos… Los desayunos eran el peor momento porque antes del cambio, solía comer pequeños bocadillos (generalmente de embutido), restos de la cena o pan tostado con aceite y levadura de cerveza.

El primer año fui excesivamente estricta con la dieta excluyendo alimentos que comprobé después que podía comer. Por ejemplo las zanahorias, las judías verdes, el ajo, especias como el orégano… Comencé a investigar para ampliar el rango de ingredientes y formas de prepararlos. Descubrí la cocción al vapor y jugué cocinando los alimentos de formas distintas a como lo hacía habitualmente: lo que freía empecé a cocerlo, lo cocido salteado, etc. También comprobé con el tiempo que cada vez toleraba mejor los alimentos crudos, así que las ensaladas se convirtieron en parte imprescindible de cada una de mis comidas.

Con el cambio de dieta, la compra se convirtió en una tarea ardua. Tenía que dedicar muchísimo tiempo a leer las etiquetas de cada producto, comparando entre las marcas para ver si había alguna que no incluyera almidón, dextrinas, dextrosas, féculas o similares. Poco a poco me fui cansando (soy cabezona, me costó muchos meses). Recuerdo un día estar con un carrito en mitad de un pasillo siendo incapaz de encontrar un producto determinado sin almidón y pensar: «Si disfruto cocinando ¿por qué no me dejo de todo esto, compro la materia prima y lo hago yo misma?»

Casualidad, o seguramente no tan casual, la decisión de optar por frutería, carnicería y pescadería coincidió más o menos en el tiempo con el periodo en que me fui olvidando de escribir en mi diario qué como/qué me duele. Dejar de comer alimentos procesados (aunque carezcan de almidón) fue el paso definitivo para coger las riendas de mi salud.

En la actualidad (y cuando escribo esto ya han pasado 7 años), mi desayuno no suele diferenciarse de la comida o de la cena, pero sabiendo que al comenzar esta dieta los desayunos resultan todo un reto, en mi cuenta de instagram publiqué imágenes de alguno de mis desayunos bajo la etiqueta #desayunosinalmidon. En la galería general, cualquier plato que veis hoy en día puede corresponder al desayuno, la comida o la cena.

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Importantísimo: la actividad física

Estoy segura de que incorporar a mi rutina el yoga colaboró en gran medida a que el dolor fuera disminuyendo. Siempre me atrajo esta «disciplina», pero lo iba dejando y la enfermedad me dio el empujón que necesitaba. También tengo que agradecerle esto a la espondilitis.

Cuando te encuentras mal por una enfermedad autoinmune, sé que se hace un mundo pensar en hacer deporte. Por eso no hay que pensarlo. En mi caso, me enganchó la experiencia desde el primer día pero para quien no tenga esa suerte, creo que podría ayudarle pensar que en vez de tomarse la pastilla de las 7, toca moverse un rato. Dentro de tus posibilidades, lo que sea, pero hay que moverse. Aunque sea para ir a sentarse debajo de un árbol. Ya se llegará al árbol o al parque o bosque siguiente cuando nos encontremos con fuerzas.

Mis primeras clases las recuerdo dolorosas y un tanto frustrantes. Muchas asanas se trabajan simétricamente, primero con una pierna, luego con la otra, primero hacia un lado, luego hacia el otro… Era increíble que algunas pudiera hacerlas sin más sensación que el estiramiento propio de un músculo poco acostumbrado, y su simétrica resultase una tortura. Tenía miedo de lesionarme, de hacer más mal que bien a mis articulaciones y además, intuía y con el tiempo fui aprendiendo que el yoga no iba de eso. Por eso, preferí ser prudente. Intentaba construir la postura poco a poco y en ese punto en que notaba dolor, me retiraba ligeramente hasta que ese dolor, se convirtiera en una molestia tolerable. Ahí me detenía y respiraba concentrada. Normalmente la molestia remitía sutilmente y podía ir un poco más allá. Otros días sucedía lo contrario. La molestia se agudizaba y entonces había que ir retirándose. Escuchar de esta forma tu cuerpo, acompañándolo de la respiración, era de lo más reparador. Podía salir dolorida de algunas clases, sin embargo la sensación de relajación y bienestar estaban ahí también.

Cada clase era nueva y no sabía qué iba a encontrarme, porque cada día el dolor era diferente. Sin embargo, ahora me parece increíble lo rápido que fui capaz de hacer prácticamente simétricas las asanas (salvando las peculiaridades y «limitaciones» que mi cuerpo ya traía de por sí, al margen de la enfermedad).

Buscad algo que os guste: nadar, pilates, yoga, pasear, Feldenkrais… pero dadle la oportunidad a vuestro cuerpo de hacer aquello para lo que está diseñado: moverse. Necesitamos músculos fuertes que sujeten y protejan esas articulaciones (además de muchas otras razones relacionadas con el metabolismo y tu salud hormonal).

Las lecturas

Al optar por este modo de vida para recuperar mi salud, comencé a informarme al máximo sobre alimentación, salud intestinal, autoinmunidad… A lo largo de estos años, he leído un buen número de libros. Algunos me han parecido muy, muy buenos, otros irrelevantes y unos pocos, hasta disparatados.

«Lo bueno» es que a menudo he encontrado argumentos y explicaciones sobre procesos de la enfermedad y de su recuperación, después de haberlos experimentado por mí misma. Mi lectura iba con cierto retraso conforme a mi recuperación. Quiero decir que no han sido los libros los que me han influido para pensar que algo funcionaría, sino que a menudo he encontrado explicaciones con mayor o menor detalle a nivel bioquímico, que se correspondían con cambios que ya había o estaba experimentando. Por ejemplo, ese periodo de fatiga en las primeras semanas, leí a posteriori que muchos autores, incluido Seignalet, defienden como común durante el proceso de recuperación del cuerpo. Probablemente, muchas personas que abandonan la dieta pensando que no les da la energía que necesitan, hubiera conseguido superar esa fase para llegar a experimentar lo opuesto.

Es una pena que muchas de esas lecturas no las realizara antes, porque estoy casi segura de que habría agilizado muchas cosas. Por eso ahora cuando me preguntáis, os sugiero algunos libros que pueden ser buenas guías para ayudaros a entender el origen de lo que nos sucede y qué podemos hacer para minimizar los síntomas, e incluso, llegar a revertirlos.

Me gustaría poder decir que lo habléis con vuestros médicos, pero éstos no siempre contemplan la autoinmunidad como algo con lo que se pueda hacer algo y es una pena, porque nos condenan a la cronicidad de síntomas que casi seguro, no dejaran de aumentar en número o intensidad si no se incide sobre nuestro modo de vida. Pero esa es cuestión para otro día…